“Así te ves mejor, inmortalizado”
Samuel Gómez Luna Cortés
La loma es difícil y pedregosa. El sol pesa sobre su espalda. Hay frío en el alma, que sólo Dios sabe como va subiendo esta complicada cuesta. El hombre de sotana negra y mirar lejano, encanecido prematuramente da la impresión completa de un viejo Tolstoiano, pero es joven, apenas tiene 55 años.
Llega el fatigado viajero al lugar de las tapias caídas y muros desmorecidos de soledad, busca el recuerdo de la madre ida y el padre muerto en su época de bachiller. Lleva su ausencia en la alforja del poeta; que llena de dolor su vacío ante la injusta resolución de los hombres que no supieron entenderlo y muchos, hasta destruirlo pretendieron.
“Fue locura nomás, fue pesadilla. Lo que pasó por vuestra mente loca. ¿Por qué pensaste que seria de arcilla lo que el soplo de Dios hizo de roca?” recuerda nuestro poeta apretando los dientes y encendidas sus rojas mejillas que caracterizan a los alteños de Jalisco.
Alfredo Placencia Jáuregui, (Aún le faltarían 21 años para tomar la “R”) nació un 15 de septiembre de 1875 en Jalostotitlàn, Jalisco. Por imposición, más que vocación ingresó a la temprana edad de 12 años al Seminario Conciliar de Guadalajara. Su infancia transcurrió en su natal terruño. Entre los incansables brazos de su padre, don Ramón el sastre; la alegría de su madre Chonita y la risa y juegos de sus hermanos; Cristina, quien llegaría con el tiempo a convertirse en la piadosa Sor Eulalia, y el pequeño Higinio que en esa temprana edad muestra afición por la beligerancia.
Sacerdote por imposición, ¿y que otra cosa podría esperarse de una piadosa y pobre familia, que veía en el trajinar diario de su existencia la miseria a carne viva? Una familia bendecida por un sacerdote, magnifica oportunidad de ganar votos al cielo.
En su etapa de seminarista, el joven Placencia se ganó el sustento repartiendo diarios por unos módicos centavos. Su diario favorito: “La linterna de Diógenes”. Con esas módicas monedas, ayudaba a su familia a completar el raquítico sustento y no darle oportunidad a la temible tuberculosis que acabó con la vida de su padre. Pero hubo un suceso, algo que gestó en el joven Alfredo el ideal de la belleza y la lira del poeta. “Cuando repartía los periódicos por la tarde, vi, a las afueras del Carmen a una preciosa niña de falda cónica y ojos azules. Me quedé maravillado por su belleza. Ella me sonrió a lo lejos y se acercó hasta mí para entregarme una flor. La recibí mudo de terror y al comparar su belleza sin mácula con la pobreza de mi vestir solo atiné a correr con tan mala fortuna que la suela de mi calzado se desprendió y caí al suelo con la ropa convertida en jirones”. ¿Quién será esa hermosa niña de ojos azules? Acaso la musa que le entrega la llave de su destino, o serán, los ojos color cielo que encontró al mirar a Josefina Cortés, allá en Tonalà, Jalisco en 1918.
Pasó su formación clerical aprendiendo latín y composición musical. Su alma de poeta, de libre soñador que muchos llamarán de loco encontró en las arcanas artes de la literatura y de la filosofía un amplio espacio para llenar su mente de Virgilio, Góngora y Quevedo. Su alma indómita no iba a la par de los cánones establecidos. Católico y profundamente creyente su religiosidad lo demuestra por su obra poética que habla con tanta fuerza y conocimiento como el más aventajado de los teólogos modernos: “Tu sostienes el orbe con un dedo, eso a decir verdad, no es maravilla. Puedo yo más que tú que soy de arcilla. Y ya lo has visto en el altar; te puedo”. Pero hay sucesos que marcan la vida de todo hombre, en Guadalajara, víctima de la tuberculosis su padre Ramón Placencia entre sus últimos estertores hace jurar a su hijo que no renunciará a la carrera eclesiástica. Su padre con ansia de morir, y Alfredo de prometerlo todo. Decide en ese fatídico instante llevar el nombre de su padre. Ahí nace la leyenda de “Alfredo R. Placencia”
Más de 22 destinos desempeñó en su ministerio sacerdotal, en los pueblos más recónditos y pobres de Jalisco. Motivado en dos ocasiones al destierro (a Estados Unidos, y el Salvador, en plena persecución Cristera) por la mano opresora y silenciosa del Sr. Arzobispo…
Si una característica pudiéramos agregarle a la vida de este noble Jalisciense fue la constante marca de dolor con que forjó su vida. Su hermana Cristina, la pálida Sor Eulalia y su temprana y repentina muerte en 1918 motivaron el libro “Del cuartel y el claustro”. En ese mismo año y mes, a solo 6 días de diferencia le avisan al Poeta la muerte de su hermano Higinio en guerra: “Fue en la calle de Moya, allí te vieron y en el propio lugar que resguardabas, Donde al sentirse con el cráneo roto, Corrió a envolverte en su piedad la patria”.
Sólo por el mundo va el poeta cantando las penas que el destino le puso sobre la marcha. Hombre justo, de convicciones firmes y no dispuesto a arrodillarse más de lo necesario crearon e infundieron la noticia, horrible por sí misma; que el Poeta era discípulo del alcohol. ¡Malhaya quien dictó la calumnia¡
Frecuentaba a la juventud literaria, y era un firme defensor de las artes y la buena música. Los entonces desconocidos Alfonso Gutiérrez Hermosillo y Agustín Yánez devotamente asistían a su última morada en la calle General Arteaga para escuchar al maestro; al otro hijo de la casa de Helcìas.
En 1918 con el andar cansado y con ese inminente deseo de muerte, llega a Tonalà Jalisco. Un pueblo cercano a nuestro centro histórico, población pequeña que aún tenía muy arraigados ciertos cultos que desentonaban con la iglesia. Llega el padre Placencia, con su cabello encanecido pero lleno de luz y amor. Llegó cargando su lira “de ese mundo de versos que le inspiró Temaca”. Lugar silencioso guardián de una peña, que dice la pía voz que sólo los limpios de corazón podrán admirar. Ese cristo que el viandante venera dan píe de fuego y tormenta para cantarle a su Cristo “Hay en la Peña de Temaca de un Cristo, yo, que su rara perfección he visto jurar puedo que lo pintó Dios mismo con su dedo…. “En la última angustia de la muerte, sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo¡”.
En Tonalà encontró pronto lo amistad y el cariño de esa gente sencilla que entre iguales se rigen. Pero algo, una motivación brillante y sincera latió en el corazón cansado y marchito del poeta. Una joven, de ojos color agua y cabellera rubia inflamó los misterios del amor que nunca había probado nuestro bardo. Dispuesto a sufrirlo todo pero jamás desprenderse del fruto de ese puro amor, el Pater Placencia sufrió el destierro que dejar abandonado a su suerte al hijo de su carne viva “Os anuncio una nueva, hay que bajar al río y lavar en sus aguas al hijo mío, donde el dolor abreva”.
Padre y sacerdote, que supo dar la cara y no jactarse de hipócrita o pederasta ante los ojos de su grey. El padre Placencia vivió sufriendo y consolando, ese podría haber sido la divisa de su corazón. Pobre, amoroso, enfermo de luz y de amor y de ser “la caña más débil que el mal negrero trata de destruir”. Incomprendido en su época, cantado y reconocido en otros países (con sus justas aclaraciones) el padre Placencia y su rica alforja de poesía nos dejó a forma de epitafio su declaración postrera “Quiero un lecho, raído, burdo, austero. Del hospital más pobre, quiero una alondra que me cante en el alero y si es tal mi fortuna que sea noche lunar en la que muero. Entonces oíd bien que es lo que quiero, quiero de rayo de luna pálido, sutilísimo ligero. De esa luz quiero yo, de otra ninguna…” sea pues, tu Cristo de Cobre admirado abuelo; ¡tu eterno galardón de olvido!
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