Yo te leo, tú me lees
No es extraño, ni debe causar mucho asombro. Pero el hombre que gusta de las letras vive de puras palabras ajenas. Al margen del proceso alquímico de leer: “Tú lees mis palabras y la transmutación gira en tu mente”. Hay muchas frases o palabras, rimas y versos que se acuñan en el pensamiento y, después, exponencialmente sacamos a relucir. Decía Borges que la memoria tiende a pulir. Eso es cierto, y si usted, indulgente lector tiene el delicado, fino y casi secreto placer de las letras se dará cuenta que hay muchas frases afortunadas que uno toma como propias.
Mientras escribo esto, me viene la imagen de una alacena monstruosa. Sin afán de sonar petulante le puedo decir que mi mente guarda muchos versos, rimas, frases que me van dando fortaleza. Decía mi querido maestro Juan José Arreola “Vivo rodeado de sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor”. La frase, además de perfecta, sirve para dar el ejemplo que vivifica. Uno vive de frases ajenas y prestadas, la maestría radica en el secreto de la poesía “decir palabras que juntas digan más que estando separadas”.
Pero esa tabla de salvación por medio de las palabras tiene sus reglas y sus procesos. Hay frases que se ajustan a la perfección, otras se deben adecuar. Si me acepta una confesión, siempre que estoy presente ante algún caballero de pronunciada nariz, irremediablemente me vienen los versos de Francisco de Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…”. O si algo en la cavernosidad de mi alma pide el consuelo de la gracia Divina, echo mano a las jaculatorias que de niño escuché decir a mis abuelos y a mí madre “Jesucristo redentor, aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor”.
Hay lo tiene, querido amigo, recuerde que frases de bronce se acuñan en su mente y lo transmutan en oro de insospechada calidad.
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